Cristo murió en la cruz para salvarnos a todos. ¿Acaso era el turno de la humanidad? ¿Había llegado el turno de devolver el favor, de sacrificar los cuerpos terrenales, reunirse con el creador y purificar las almas?
No lo vieron venir.
Los dogmas, las creencias, el estado infinito de superioridad que caracterizaba a la mayoría de la raza humana, los poderes políticos, las religiones con sus millones de fieles aunados en una inútil plegaria universal, el poder adquisitivo de unos pocos que les daba autoridad para poder adueñarse de cualquier cosa o persona en la faz de la tierra; nada, absolutamente nada, pudo detener la invasión, la aniquilación de millones de seres humanos sin distinción de raza, color o religión, de la extinción de nuestro ego.
Miles de años de evolución. Tanta sangre derramada. Ellos, los humanos, que habían aprendido a moldearse, esclavizarse, dominarse… Dictaduras, leyes, miedo, opresión, utópica libertad, democracia, sueños, palabras distintas que vestían al mismo lobo. Tanto dolor, tanto esfuerzo para conseguir apaciguar esa despreciable genética.
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